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Cuando el mundo se reinicia en una galería de arte

Christian Jiménez Kanahuaty

 

Hace algunas noches (el 27 de junio) las conversaciones al interior de ese espacio cercado por paredes blancas y ambientadas con un sonido ruido industrial giraban, sobre todo, acerca de los acontecimientos del día anterior, otro fallido golpe de Estado en la ilustre historia nacional.

 

Nada en el horizonte de la política hacía presagiar lo que se viviría esa tarde que ahora da para hacer las delicias de politólogos y sociólogos que una vez más, al momento en que por fin de aferraban a las respuestas tan arduamente construidas, vieron que les cambiaban las preguntas, para que así de nuevo el carrusel de la historia pudiera continuar su ir y venir.

 

Y de ese modo, bajo la sospecha de lo inestable y la duda frente a lo desconocido, nada, ninguna señal, ninguna palabra nos indicaba a los asistentes lo que sucedería durante una hora y media dentro de una sesión de improvisación musical y plástica dinámica, a cargo de un triangulo virtuoso constituidos por un hombre y dos mujeres al interior de una galería de arte en una de las zonas más emblemáticas y nostálgicas de la ciudad de La Paz.

 

Sobre la pared norte fijada con clavos una tela blanca se extendía. Frente a la pared, a menos de un metro de distancia, estaba colocado un rectángulo de cristal de dos pies y medio de altura. A los lados: parlantes, computadoras, teclados, samples y sintetizadores. El ensamble perfecto para que algo ocurriera, para que algo sin precedentes nos tomara de la mano y nos llevara a recorrer espacios interiores por los cuales de seguro aún transitamos.

 

Todo estaba dispuesto, entonces, para dar inicio a un viaje cósmico ancestral. Vero Pérez junto a Santiago Irazoque fueron los encargados de conjurar la música. Fiorenza Meruvia, pintó con diversos colores y aerosoles sobre el lienzo en blanco mientras la música nacía y fluía.

 

La música partió con un tono algo lúgubre que nos remitió a los sonidos de la naturaleza, al cántico atávico que conjuga nacimiento con iluminación. Luego, la misma música fue mutando hacia un delicado dream rock que se fusionó cerca de la ensoñación con la mejor interpretación de postrock que se haya visto ejecutada en una galería de arte en los albores de una noche paceña inusual.

 

Y así, entre ritmos, pausas, cadencias y vertiginosas repeticiones de notas sueltas, la música de los aparatos dejó espacio para que también la vocalización de Pérez sea liberada. Ella canta como si sólo respirara. Es tan primario y natural que es real. En su voz se ocultan verdades que no necesitan más que fraseos y sostenidos. Vibrantes momentos nos entregaron al espejo de nuestro ayer.

 

Por su lado, el teclado de Irazoque, fue una y otra vez sobre los motivos de una imaginación puesta al servicio de la creación. Su labor no era ser el centro del espectáculo, sino el acompañamiento perfecto de lo que iba sucediendo sobre el lienzo a través del trazo que ejecutaba Meruvia.

 

Ella parada sobre el cubo de cristal, trazaba líneas, círculos, espirales y verticales. Cuando el cántico fue ancestral, los colores fueron violentos y oscuros. Luego, verdes intensos cubrieron el centro de la tela. Quizá como una constante reiteración del inconsciente colectivo que reinaba en el lugar. Verde. Verde naturaleza. Verde militar. Verde nazi; verde que luego estallaría para convertirse en azul y ocre. Y con la ayuda del aerosol, violeta, azul, amarillo y malva fueron apareciendo.

 

Meruvia pintó con brocha y luego con los dedos. Pintó firme frente al lienzo, pero también meditando cada trazo, cada uno de los movimientos. Finalmente, se dejó llevar por la música y la improvisación. Fluyó como fluyen los colores cuando se disuelven en el agua. Fluyó como ciertas notas musicales que, en lugar de irse por las ventanas abiertas, ingresan en el cuerpo de cada uno de los asistentes para quedarse a vivir con ellos para siempre. Entonces, cuando los colores tomaron posesión de Meruvia, ella bailó.

 

El ritmo y la cadencia de la voz de Pérez acompañó la danza que Meruvia realizó mientras buscaba y mezclaba los colores. Aquella noche sucedieron varias cosas al mismo tiempo: la puesta en escena de una experiencia acústica, visual y física que nos remitía en todo momento a la vitalidad que entraña la creación.

 

Y aunque las creadoras del acontecimiento remarcaron que se trataba de un “experimento” no estaría mal recordar que experimento se llama a todo aquello que se realiza y resulta fallido. Y lo visto aquella noche no estuvo para nada mal. Fue una improvisación, pero también una construcción colectiva y colaborativa, porque estuvo impulsaba por la propia energía de los espectadores que no cerraron los ojos ante lo que sucedía frente a sus ojos.

 

No fue un experimento, fue una experiencia. Una experiencia transformadora del sentido que tenemos del arte en general, como si las artes ahora por fin pudieran darse la mano, conjugarse entre ellas y reinventarse. Pintura, danza, música. Como en el principio de la humanidad, todo al ritmo de la noche estrellada, dando como resultado que los astros girasen y surgiera la melancólica certeza de que por más belleza que se haya creado en ese lapso de tiempo, todo el trabajo resulta efímero, porque sólo pudo ser captado y capturado por unos minutos por los que asistieron al experimento que resulto ser toda una experiencia.

 

Repetir una sesión de esa naturaleza, claro que es posible, pero los efectos siempre serán distintos. Nunca el trazo es semejante porque la emoción siempre será otra. E incluso la música delimitada por el tiempo y el espacio, permanece sólo tal como se la pensó cuando deja de ejecutarse. Pero la música es movimiento y en la voz de Pérez eso tuvo certeza absoluta aquella noche del 27 de junio en la Galería de Arte Salar.

 

Y es que, al mismo tiempo, escoger las palabras para describir lo sucedido es también una traducción de la emoción, es ir por otros caminos para recorrer la distancia que separa los sentidos. Esa noche los sentidos funcionaron en su conjunto para que cada espectador se pusiera al servicio de lo que sucedía en la sala.

 

La pintura está ahí como respaldo, asegurándonos de lo que pasó fue real. Pero ella no podrá contar sobre su evolución, creación y transformación. Su esencia queda como un secreto. Cada uno de los espectadores se llevó una parte de ella, vio lo que necesitó ver y sentir.

 

Cada pintura es un lienzo sobre el que los espectadores también depositan sus propias existencias. Y la música es la que contará, al recordarla, cómo fue que sucedió el cambio, del lienzo en blanco al lienzo repleto de color.

 

Tal vez la fortuna sea asistir a momentos como estos en la ciudad y luego, meditar y dejar que el silencio haga lo suyo.  

 

Se puede glosar hasta el final de los días sobre el cuerpo de Meruvia y la voz de Pérez y la digitación que sobre el teclado realizó Irazoque, pero lo que importa es la sensación adánica que produjeron los tres elementos en conjunción. Volver al origen. Volver sobre los pasos, como si la pintura fuera el lenguaje de las cavernas de nuestros anteriores. Porque tal vez nuestra lectura es errada. Tal vez aquellas pinturas rupestres y la música que escuchamos, no hablan de un mundo anterior. Tal vez sea posible que nos narren el mundo que viene.

 

Así, la pintura realizada y la música ejecutada no nos esperan en el pasado, sino que se encuentren en el futuro, un futuro hacia el cual nos dirigimos inexorablemente. Allá nos esperan y confrontarán, la música, la danza y la pintura. Luego, nos reconfortarán en nuestras horas bajas.

 

El arte que se hace con el cuerpo y desde el propio instinto no es sino verdadero cuando se comparte. Así que por más que sea creado en el presente, habita desde ya, en el futuro.

 

El/la artista es eso al final: un ser que canaliza una energía que alumbra el camino del provenir y nos recuerda que, si bien somos efímeros, también podemos trascender. Manos, pies, bocas, ojos. No se necesita más. Nos lo recordaron ellos tres aquella noche.

 

 

Fotos: Mauricio Salazar y Ana Piroska.